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29/5/10

Postal de Nueva York

¿Que alumbra usté señora? Su lamparita es muy tenue y mi piel muy oscura.

Cada quince minutos muere un negro en las calles de Nueva York, pero aquella dama de la antorcha ilumina el camino para que los blancos puedan escapar.

Como si la libertad fuera de piedra y fría y de ese tamaño pero no para aquellos que no recuerdan su tierra natal.

¿Por qué le da la espalda a su pueblo señora?

¿También se quiere ir? Yo creo que le pusieron cemento cuando trató de escapar.

Si yo pudiera le tiraba las piedras de los pies y me iba con usté porque de noche nadie me ve y la puedo cargar y nos mojamos en el mar y corremos.

¿Por qué trae esa corona de espinas? También pidió que se amaran los unos a los otros y al estar pasadas de moda las crucifixiones mejor la convirtieron en piedra?

¿Y ese libro es su palabra?

Vámonos señora, mi piel negra no se ve ni con su lámpara y a usté nadie le hace caso.

Andrés Castuera-Micher

Yo confieso


Yo no he visto a ningún muerto que resucite. Las manos todavía olían a sangre y la sangre todavía olía a culpa.

-Arrepiéntete y dios habrá de perdonarte - Dijo el sacerdote oculto en la comodidad de su recinto “confesional” desde donde pensaba en aquella catequista de ojos verdes ignorando los ojos llenos de odio de Martín.

-       ¿Dios me perdona padre, por haber matado a mi hermano?

Las respuestas del cura dieron a Martín la seguridad de empuñar su pistola. El cura se acomodaba las gafas al tiempo que la pequeña Clara aceleraba sus labios y lengua arrodillada ante su sexo.

- No me entiende- prosiguió – no me arrepiento padre, lo maté y quiero que dios me perdone, porque de todos modos lo hubiera matado algún día.

El padre se disponía a meter la mano dentro de la blusa rosada de la niña para corresponder a aquellas caricias obligadas y silenciosa… Casi no podía escuchar la voz quejumbrosa de Martín. Sólo quería terminar pronto esa confesión para desnudar de nuevo ese cuerpo que invadía su mente noche tras noche.

- No me entiende padre – prosiguió Martín con la vida hecha pedazos.
- Ve y no peques más – digo el cura casi de forma autómata.
- ¿Dios me ha perdonado?
- Dios lo perdona todo… - prosiguió conteniendo los gemidos que auguraban una eyaculación bastante copiosa.

Martín salió agachado del confesionario, miró con tristeza al hombre que expiaba en la cruz los pecados que él acababa de cometer.  Se llevó el revólver a la boca y el disparo musicalizó el semen que llenaba la boca de la hija de Martín, oculta y arrodillada, ignorando que la boca de su padre, al mismo tiempo, se había llenado de pólvora.



® 2007, Andrés Castuera-Micher. Publicado en 2017 en el libro "Renglones que Saben a Ciudad"

Semáforo


…y el trayecto no había cambiado, misma calle, misma hora.

Si todos fueran tan puntuales como tú, estoy seguro que el mundo giraría sobre su propio eje y las cosas tendrían un equilibrio de espanto. Pero a ti, a ti que te importa mi opinión del mundo y la opinión del mundo acerca de mí.

Tu bastón está más viejo cada vez. Si dejaras de golpear a los que quieren ultrajarte y te entregaras a ese deseo tuyo tan oculto yo podría acompañarte. Tu precisión para detenerte frente a la luz roja me enchina la piel y esa mirada tuya, como si el rojo te devolviera la vista por unos segundos, no dejará nunca de excitarme. Cada vez que eso sucede, dejo, por un momento,  de escuchar a los clientes inconformes por la tardanza de un desayuno informal.

Así pasas siempre. Como si en la escuela te hubieran enseñado a ignorarme. De seguro que me has visto al menos una vez, así como tú ves al semáforo. ¿Quién fuera semáforo?

Puedo sentirlo, de nuevo te he puesto nerviosa, aunque tratas de culpar al tráfico y a la imprudencia de los microbuseros, tus pies ansiosos marcan paso a paso, como manecillas, que estas por cruzar y tendré que esperar hasta que regreses, anhelando que el rojo te detenga frente a mí setenta segundos y que, por favor, no se me haya ocurrido ir al baño en ese preciso instante y poder, entonces, verte. Mi segunda dosis de ti del día.

- ¡Espera! ¡Espera! Aún no, tengo todavía siete segundos. ¡Pero! ¿Qué te pasa? ¡El rojo sigue allí!


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Tenías que acabar así: arrollada por tu primer día de inexactitud.

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® 2006, Andrés Castuera-Micher. Publicado en 2017 en el libro "Renglones que Saben a Ciudad"